Participar
en la París-Roubaix, es lo mismo que hacer un viaje lleno de obstáculos al
corazón del infierno teológico empedrado de buenas intenciones. Un viaje
infernal sobre tramos adoquinados, arboledas que imponen, intrigan, fascinan y
donde el peligro y la superación alcanzan niveles inigualables.
Theo
de Rooij en 1985 después de verse obligado a abandonar agotado, cubierto de
polvo y con el cuerpo dolorido y los plomos fundidos decía: “Esta carrera es una estupidez. Te esfuerzas como un animal,
sin ni siquiera tiempo para orinar y tienes que orinarte encima, terminando
cubierto de fango, es una mierda”. Pero cuando un poco más tarde le
preguntaron si rectificaba sus palabras, dio esta maravillosa respuesta: “Sí, es la carrera más bella del mundo”.
Este
curioso rechazo y atracción, forjan el ADN de esta carrera que la sitúan entre
el valor y la locura. La razón de ser del ciclismo es la facultad para superar
los propios límites y el umbral de tolerancia al dolor. La París-Roubaix, es el
único evento del mundo que permite afrontar un reto de 257 kilómetros donde no
hay montaña, pero que tiene 29 tramos de distinta longitud y dureza de pavés en
los últimos 160 kilómetros que se convierten en auténticas trampas, convirtiendo
cada uno de ellos en una metáfora del sufrimiento necesario para alcanzar la
gloria del ciclismo.
En
estas zonas de adoquín, el pedaleo es una tortura por dos razones: la vibración
extrema que supone rodar por ellos y que en cada pedalada se pierde muchísima
potencia. Mantener un ritmo alto es muy complicado y hace que las pulsaciones
se disparen, lo mismo que la posibilidad de romper la bicicleta se
multiplica. Hoy es menos probable gracias a los avances tecnológicos: mejores
neumáticos, mejores llantas, cuadros específicos y los sistemas de suspensión.
Unos avances que no mitigan del todo la tortura entre los tramos adoquinados y
los del asfalto.
Este
trazado fuera de lo normal que desde 1896 en que se celebro su primera edición,
mezcla elementos históricos tan sensibles y sugerentes como las dos guerras
mundiales y las gestas ciclistas de todos los que la acabaron y le ganaron a su
pavés inmortal. Los bunkers y el adoquín están muy presentes en el Bosque de
Arenberg con sus 2400 metros fascinantes
del tramo adoquinado más temido y que es la encarnación del espíritu de la
París-Roubaix.
Este
tramo de pavés se convirtió en poco tiempo en el emblema de esta legendaria
carrera, fue el origen del mito, el que le dio un lugar en la leyenda, el que
le devolvió la gloria y el carisma.
Arenberg
es la catedral de Roubaix.
El
pasado domingo fue la 40ª vez que la serpiente multicolor transito por allí de
las 115 edición. Todavía es muy joven para tantos años de historia, pero es
totalmente necesario porque es diferente de cualquiera de los otros 28 tramos,
un encanto incomparable, un lugar magnifico, majestuoso que da la impresión de
estar en una catedral. La configuración del lugar es increíble tras una línea
recta muy larga bordeada por árboles. Un lugar muy especial, un sitio por su
naturaleza impresionante y cuando se ve a los ciclistas pasar a gran velocidad,
es aún más.
La
reputación del lugar y del recorrido cambia cada año, según la climatología hay
dos pavés. Uno es el seco y otro es el mojado. El seco tiene como mejor amigo al polvo. El mojado, al agua y al
barro, lo que hace que el pavés sea un peligro constante, entrando en escena el
factor suerte.
En
todo caso, los ciclistas con lo que deben tener cuidado siempre es con la
transición entre el asfalto y el adoquín. En esas transiciones se pasa
repentinamente de un firme en buen estado a unos primeros metros de grava
suelta y después el pavés. Además, los tramos de asfalto al estar en buen
estado la velocidad con la que entran en los sectores de pavés es mayor de lo
recomendable.
Pero
los infiernos son así y en el Infierno del Norte como se le denomina a la
París-Roubaix la carrera es de eliminación más que de selección, no fatiga:
machaca. No desgasta: demuele. En las demás carreras se pedalea para ganar. En
el Infierno del Norte, se pedalea para sobrevivir. Y luego ya se verá.
Esta
gran clásica francesa sirvió como todas las temporadas para cerrar la temporada
de adoquines y en la que nada más completar las dos vueltas y media al
velódromo, Tom Boonen colgaría la bicicleta retirándose de la competición.
En
su segunda casa, el corredor con más talento que se ha visto sobre los
adoquines, el hijo pródigo de Roubaix, el mayor dominador que ha visto el
velódromo, junto a Roger de Vlaeminck (4) dijo adiós a la competición.
En
su último día como profesional, Tom Boonen buscaba el repóker de victorias en
esta carrera, no lo logró, pero lo que encontró fue a su sucesor en este tipo
de clásicas. Su compatriota Greg Van Avermaet, construyó un monumento a la fe,
la determinación y la justicia, culminando una temporada excelsa en el pavés
con triunfos en la Omloop Het Nieuwblad, en la E3 Harelbeke y en la
Gante-Wevelgem. El adoquín de Roubaix le eleva a una categoría superior, a aquella
que separa a grandes ciclistas de la leyenda.
Van
Avermaet venció en este infierno teológico porque aunque llego molido, no llegó
demolido y aunque llego exprimido, no llego triturado. Nadie reunió más meritos
para coronarse en el Velódromo de Roubaix.
Entre
la realidad geográfica y la leyenda deportiva, Van Avermaet había sufrido una
avería a ocho kilómetros del bosque de Arenberg y a 95 de meta, se quedaba
solo, prácticamente aislado y luchando para enlazar, dándose una paliza y
tragándose todo el polvo del estirado grupo donde iban prácticamente todos los
gallos. Tras protagonizar en soledad la
caza, enlazó e hizo trizas el grupo en el durísimo Carrefour de l´Arbre, a 17
kilómetros de la meta. Se le unieron Sebastián Langeveld y Zdenek Stybar, pero
fue él quien llevó el peso de la escapada, mientras que por detrás Peter Sagan
avería tras avería, Boonen y el resto de ilustres acusaban los kilómetros y la
dureza del recorrido se quedaban más o menos diseminados.
Con
casi un minuto de ventaja, los tres de cabeza racaneaban, vigilándose mientras
se aproximaban a Roubaix. Ese racaneo permitió que en la última vuelta al
velódromo, permitiera que Gianni Moscon y Jasper Stuyven, que venían
intercalados entre ellos y el grupo de Boonen se les echaran encima.
Pero
esta vez, la justicia fue justa, el mejor sprinter del grupo, aunque no de la
crema internacional, los batió claramente.
La máscara de polvo que cubría su rostro, no
pudo ocultar la sonrisa al Rey del empedrado Infierno teológico.
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